Un domingo cualquiera, decidimos visitar San Cristóbal. A pocos kilómetros de iniciar el viaje, tráfico: una fila de vehículos con las intermitentes encendidas, acercándose a un punto que desde lejos olía a tragedia. Un letal accidente. La piel se va erizando a cada vuelta de la rueda, que nos deja ver agentes de la policía, de tránsito, ambulancias, hasta los bomberos están ahí. Y apenas tenemos unos momentos para apreciar el panorama: dos autos destrozados. Un accidente que, por el ángulo, no se explica cómo fue. Y un calor sale del pecho y recorre todo el cuerpo al ver que dentro del Mustang, aún hay una persona. Lo más escalofriante es que, sin ser perito, sabes que ya no tiene vida. ¿Será que ella iba manejando? ¿Qué sintió en los últimos momentos? ¿A dónde iba? ¿Qué va a decir su familia? Interrogantes que impiden asimilar lo que se acaba de presenciar, algo tan fuerte que hace enmudecer el estéreo del carro al pasar. Silencio, angustia... Y eso que solo pasamos por ahí. ¿Qué tal que hubiéramos pasado 20 minutos antes? ¿Esa desdicha nos hubiera tocado a nosotros? Es muy fuerte todo lo que pasa por la mente. Cómo la vida se puede acabar de un momento a otro, sin distinciones, sin excepciones... No parece justo, y aterra el simple hecho de pensar que nadie está exento de la muerte, sin importar que estés a punto de graduarte, que alguien te espere en casa, o que tengas trabajo pendiente. La pura idea es aterradora.